Cañizos
Entre las calles de Atocha y de la Magdalena. Distrito 1 (Centro). Barrio de los Embajadores.
Hasta el siglo XVIII esta pequeña calle se conocía con el nombre de San Sebastián, sin duda a causa de la cercanía del la iglesia homónima. Pero antes de que se formase la calle hubo aquí un gran cañizar, perteneciente a varios dueños. Entre ellos, un tal Juan Antonio de Luján, señor de Almarza, miembro de uno de los linajes madrileños más nobles y antiguos. Las fuentes habitualmente consultadas hablan de esta calle de forma muy desigual. Peñasco y Cambronero poco más se extienden; sólo mencionan el oratorio del Olivar, del que más adelante se hablará. Sin embargo Capmany narra, de una forma un tanto prolija, una leyenda que Répide recoge casi con las mismas palabras. Parece ser que en la finca de Juan Antonio de Luján, conocida como Los Cañizares hubo un crucifijo iluminado por una lamparilla, uno de los muchos humilladeros que tuvo Madrid. Un caballero, amigo del propietario de la heredad, tal vez compañero de juergas y lascivias, llevó a una moza del partido por aquellos pagos para satisfacer sus más instintivos deseos. No tuvo ocurrencia más feliz que llevarse a la meretriz al pie del humilde oratorio para consumar su pecaminosa idea. La mujer, que aunque meretriz debía de ser temerosa de Dios, apagó la lamparilla para que al menos el Cristo no viese el irrespetuoso espectáculo. En plena faena se les cayó encima la corona de espinas de la imagen, a lo que la mujeruca respondió con un agudo grito. Se espantó el caballo, se espantaron el caballero y su amante, vamos, se espantó todo el mundo. El equino no paró hasta la puerta del cercano convento de la Trinidad -asombra la capacidad de los caballos y los borricos de las leyendas madrileñas para detenerse en la puerta de los establecimientos religiosos-, su amo le siguió y se lo llevó de vuelta al lugar de los hechos, ya solitario. De la finca salió un sirviente que entregó al caballero su olvidado chambergo y, junto con él, la corona de espinas prueba del enojo divino con la desvergonzada y sacrílega actitud del noble. Éste, que como en toda leyenda que se precie empezaba a estar compungido y arrepentido, dejó hacer a su montura, que, ¡cómo no! se volvió al convento y ya no contento con pararse a su entrada, llamó con su pata a la puerta. Salió San Simón de Rojas, que allí se hallaba haciendo penitencias, y aceptó de las manos del caballero la corona. Al día siguiente la volvió a colocar en la imagen, a la vez que encendía de nuevo la lamparilla. Allí quedó el crucifijo hasta el reinado de Carlos II, cuando fue trasladado por iniciativa de los marqueses de Cerralbo al cercano hospital de los Aragoneses.
San Simón de Rojas está asimismo implicado en la fundación del oratorio del Olivar que antes se ha nombrado. Como desagravio al ultraje que unos herejes ingleses hicieron a las Sagradas Formas en una iglesia de Inglaterra, pidió San Simón a Felipe III la elevación de una pequeña iglesia; se hizo cargo de ella la congregación de esclavos del Santísimo Sacramento, a la que perteneció Cervantes. Capmany cuenta otra historia, que casi es un chascarrillo, acerca del gran cañizar que en su día ocupó estos terrenos. Aparte de la finca de Luján y de lo tomado para construir el oratorio, otro trozo sirvió para edificar el convento de la Magdalena, cedido por su dueña, doña Prudencia Grillo, y de la última parte del cañizar, que era conocido como el Capón, se detiene a dar una explicación de tan chusco apelativo. Parece ser que en una ocasión estaba el dueño del terreno charlando con un amigo cuando sintió una imperiosa necesidad fisiológica. Como estaba en su propiedad, no tuvo inconveniente en aliviar esa necesidad con tan mala suerte que en ese momento pasó por allí una mujer que, viendo el grotesco espectáculo llamó capón a nuestro hombre. Cuando más adelante crecieron más cañas en tal sitio, al moverlas el viento creían las gentes oír que decían capón y eso sirvió para hacer perdurable el nombre del paraje, que además fue el último en desaparecer.
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